Las causas

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Gonzalo Torrente Ballester y Jorge Luis Borges en Sevilla durante el curso de Literatura fantástica de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Fotografía de Juantzu Rodríguez, 1984.

 

Los ponientes y las generaciones.

Los días y ninguno fue el primero.

La frescura del agua en la garganta

de Adán. El ordenado Paraíso.

El ojo descifrando la tiniebla.

El amor de los lobos en el alba.

La palabra. El hexámetro. El espejo.

La Torre de Babel y la soberbia.

La luna que miraban los caldeos.

Las arenas innúmeras del Ganges.

Chuang-Tzu y la mariposa que lo sueña.

Las manzanas de oro de las islas.

Los pasos del errante laberinto.

El infinito lienzo de Penélope.

El tiempo circular de los estoicos.

La moneda en la boca del que ha muerto.

El peso de la espada en la balanza.

Cada gota de agua en la clepsidra.

Las águilas, los fastos, las legiones.

César en la mañana de Farsalia.

La sombra de las cruces en la tierra.

El ajedrez y el álgebra del persa.

Los rastros de las largas migraciones.

La conquista de reinos por la espada.

La brújula incesante. El mar abierto.

El eco del reloj en la memoria.

El rey ajusticiado por el hacha.

El polvo incalculable que fue ejércitos.

La voz del ruiseñor en Dinamarca.

La escrupulosa línea del calígrafo.

El rostro del suicida en el espejo.

El naipe del tahúr. El oro ávido.

Las formas de la nube en el desierto.

Cada arabesco del calidoscopio.

Cada remordimiento y cada lágrima.

Se precisaron todas esas cosas

para que nuestras manos se encontraran.

Jorge Luis Borges. “Las causas”. Historia de la noche, 1977.

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Excavar y recordar

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Ad Reindhart en su estudio trabajando en una de sus Black Paintings. Fotografía de John Loengard, 1966.

 

La lengua nos indica de manera inequívoca que la memoria no es un instrumento para conocer el pasado, sino sólo su medio. La memoria es el medio de lo vivido, al igual que la tierra viene a ser el medio en que las viejas ciudades están sepultadas. Y quien quiera acercarse a lo que es su pasado sepultado tiene que comportarse como un hombre que excava. Y, sobre todo, no ha de tener reparo en volver una y otra vez al mismo asunto, en irlo resolviendo y esparciendo tal como se revuelve y se esparce la tierra. Los «contenidos» no son sino esas capas que sólo después de una investigación cuidadosa entregan todo aquello por lo que vale la pena excavar: imágenes que, separadas de su anterior contexto, son joyas en los sobrios aposentos de nuestro conocimiento posterior, como quebrados torsos en la galerías del coleccionista. Sin al excavar. Pero igualmente es imprescindible dar la palada a tientas hacia el oscuro reino de la Tierra, de modo que se pierde lo mejor aquel que sólo hace el inventario fiel de los hallazgos y no puede indicar en el suelo actual los lugares en donde se guarda lo antiguo. Por ellos los recuerdos más veraces no tienen por que ser informativos, sino que nos tienen que indicar el lugar en el cual los adquirió el investigador. Por tanto, stricto sensu, de manera épica y rapsódica, el recuerdo real debe suministrar al mismo tiempo una imagen de ese que recuerda, como un buen informe arqueológico no indica tan sólo aquellas capas de las que proceden los objetos hallados, sino, sobre todo, aquellas capas que antes fue preciso atravesar.

Walter Benjamin. “Excavar y recordar”. Obras [1955], Libro IV, Vol. 1, traducción de Jorge Navarro Pérez, Abada, Madrid, 2010.

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Desde los anales de la traducción

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Roman Opalka pintando el infinito en su estudio el 9 de junio de 2010 a las 19.11.

 

Una de mis alumnas de la universidad de Chicago, Katia Mitova, vino hace no mucho a mi despacho con un problema. Era un problema completamente distinto a los que suelen tener los estudiantes, es decir, no se refería a ninguna asignatura ni a ningún trabajo fuera de plazo. Se trataba de unos papeles que le había enviado su madre.

La madre de Katia vivía en Sofía, en un edificio en el que también vivían otras mujeres de su edad, viudas como ella, algunas desde la Segunda Guerra Mundial. Estas mujeres se evadían de la soledad manteniendo un vínculo estrecho entre ellas. Muy rara vez se veía sola a alguna; iban en grupo a hacer la compra, a pasear por el parque, o simplemente a sentarse a tomar el sol. Por la tarde jugaban a las cartas o veían la televisión. La más anciana y débil de todas, Anna K., se veía cada vez menos con las demás, por el deterioro de la visión y la pérdida de audición que padecía. Era opinión común que no le quedaba mucho tiempo de vida. Un día llamó por teléfono a la madre de Katia y le pidió que fuera a verla. Recostada en la cama, Anna K. le dijo que quería darle algo que había tenido durante años, pero con lo que no había sabido qué hacer. Pero antes debía contarle su historia.

Al parecer, Anna tenía un hermanastro. Su madre había estado casada brevemente con un ingeniero ruso que, al enterarse de que iba a ser padre, volvió a la Unión Soviética, justo antes de que naciera su hijo Marin. La madre de Anna, aún en la veintena y atractiva, se fue a vivir con un joven y prometedor periodista que se hizo cargo de ella y de su niño. En menos de un año tuvieron a Anna, y al cabo de dos se mudaron a una casa más amplia. Desde el principio, Anna y su hermanastro estuvieron muy unidos. Dos años mayor que ella, Marin era su referente y su protector: la acompañaba al colegio, la ayudaba a hacer los deberes y le decía de qué chicos podía ser amiga y de cuáles no. Era un estudiante excelente, y durante su adolescencia escribió poemas, que recibieron los elogios de sus profesores y la admiración a regañadientes de los demás estudiantes. Pero Anna recordaba que las cosas empezaron a cambiar cuando su hermano tenía dieciséis años. Marin volvía del colegio y, en vez de salir a la calle con sus amigos, se encerraba en su habitación. Pensaban que trabajaba en sus poemas. Su aislamiento de los demás, incluso de Anna, fue creciendo, y por momentos parecía crispado y hostil. Siguió yendo a la escuela, pero manifestando a las claras que no quería estar allí. Al final, les dijo a sus padres que dejaba los estudios. Ellos, por supuesto, insistieron en que siguiera, y durante días no se oyeron más que discusiones amargas y a gritos. Una noche, Anna vio desde su ventana que Marin iba a la parte trasera de la casa y quemaba, según creyó ella, los poemas que había estado escribiendo. Por la mañana, Marin se había marchado. La nota que dejó solo decía que se iba a la Unión Soviética a conocer a su “verdadero” padre. Pero en su prisa por irse de casa, olvidó llevarse un cuadernito que había escondido en el fondo de su  armario y en el que había escrito seis fragmentos autobiográficos muy contradictorios, fantasiosos y confusos.

Anna pensó que su viaje debió de ser largo y duro, porque pasaron meses hasta que el padre de Marin les informó de que había llegado. Había llegado, pero se había marchado muy poco tiempo después. Fue llamado a las filas del Ejército Rojo y enviado al frente alemán. Allí fue donde, durante algunos de los combates más feroces de la guerra, volvió a la poesía, escribiendo sus poemas en un cuadernito que guardaba en el bolsillo del pecho. En febrero de 1942, lo mató una bala alemana que atravesó sus poemas y le alcanzó el corazón. Enterraron el cadáver en una fosa común, donde permanece. Al padre de Marin le enviaron el cuaderno, un crucifijo y algo de dinero. Al no saber qué hacer con el cuaderno, decidió enviárselo a su exmujer, quien lo guardó en una caja junto a los seis fragmentos autobiográficos. Anna no supo nada de la caja hasta que murió su madre; la heredó entonces junto a sus otras pertenencias. No había indicios de que su madre hubiese intentado leer los poemas, muchos de los cuales seguían pegados con sangre seca. Anna confesó que, aunque sí lo había intentado, se dio por vencida tras leer los primeros. El agujero, decía, constituía un problema. Al final, le pasó los poemas y los escritos autobiográficos de Marin a la madre de Katia, pensando que esta, por su formación, sería su receptora definitiva. Katia, que nunca había oído hablar de Marin, estaba encantada con la oportunidad de “descubrir” la obra del joven poeta. Su alegría duró poco, ya que pronto quedó desoladoramente claro que lo que le habían dado eran los escasos restos de la vida interior de un joven, y que el agujero que había dejado la bala, además de recordar su muerte, seguramente anulaba el sentido de sus poemas.

Katia vino a mi despacho con su traducción de los fragmentos autobiográficos, que le parecían de especial interés. Los poemas, dijo, le llevarían más tiempo. El problema era que se consideraba responsable de la existencia póstuma del joven poeta. Y resultaba Obvio que esa responsabilidad no quería llevarla en solitario. Me preguntó si yo podría echarle un vistazo a lo que había hecho y darle algún consejo sobre la  manera de proceder. He aquí los fragmentos:

1. Nací en la ladera de un monte en pleno invierno. Mi madre me dice que la nieve llegaba hasta el segundo piso y que tuvieron que cavar un túnel para abrir la puerta principal. Esto sucedió el 3 de febrero a las afueras de Vratsa. Pesé cuatro kilos y medio al nacer y todo el mundo pensó que me convertiría en un gigante. Por mi estatura la gente creía que yo era por lo menos un año mayor de lo que era. Y de ahí que se pusieran en mí unas expectativas considerablemente mayores que en otros niños de mi edad.

2. Siendo muy joven, escribí con nombre falso una obra maestra en prosa. No me importa, al menos a mí, ni debería importarle al lector, que este libro tan increíblemente precoz esté agotado. Basta con que lo escribiera. La gloria de ese logro fue la tumba de mis esperanzas. Tuvo una gran repercusión en Bulgaria, así como en Francia, Alemania y Finlandia. El único beneficio que coseché fue la publicidad. Me convertí en el muchacho de catorce años más fotografiado de la historia de la literatura búlgara. Pero eso no tiene importancia. Lo que sí la tiene es que comencé a interesarme por la poesía, y eso ha significado mi ruina.

3. Llevamos años viajando para escapar de la sombría ciudad que me vio nacer, un pequeño puerto de mar de casitas oscuras, todas ellas con una chimenea de la que nunca dejaba de salir humo. Seguíamos adelante sin importar las ventajas que a la larga se podrían haber dado de habernos quedado en un sitio concreto. Guardábamos nuestras pocas pertenencias y nos íbamos a la siguiente ciudad, pasando los días en algún hotel barato o en alguna pensión. Lo que hacía mi padre, además de cambiar de trabajo, es un misterio. Nunca sabré si se iba o lo despedían. Mi madre, cuando le preguntaba, se encogía de hombros y suspiraba. Mi educación fue fragmentada y deficiente, lo cual, como no les importaba a mis padres, tampoco me importaba a mí. Mi padre tenía una enorme barba negra que le llegaba hasta el comienzo de la barriga; mi madre tenía una cabellera larga y oscura que le llegaba al final de la espalda. Hacían una pareja perfecta.

4. Vivimos durante largo tiempo en tiendas de campaña. A mi padre le gustaba estar al aire libre, dormir en el suelo y pasar varios días sin lavarse. La higiene personal no era una prioridad para mis padres. Incluso a mi madre la envolvía un fuerte olor a tierra. Viajamos en camello a lugares como Shiraz, Isfahán, Tabriz, Teherán, Bagdad y Basora. Mi padre era comerciante, compraba y vendía alfombras y baratijas. Mi madre murió cuando yo contaba ocho años. En aquel entonces me enviaron a vivir con su hermana a Sofía, donde asistí a la escuela y saqué malas notas. A mi padre lo mató un estadounidense que deseaba una alfombra que mi padre no quería vender.

5. Llevo toda mi vida intentando superar mi nacimiento, pero una y otra vez ese acontecimiento lamentable me deja bloqueado. De acuerdo, viniste al mundo, me suelo decir, pero, ¿por qué no marcas el comienzo de tu vida cuando viste por primera vez un árbol o aprendiste a nombrar el sol? ¿Por qué tiene que haber un solo comienzo? ¿Por qué no ser un hombre con múltiples nacimientos?

6. Cuando nací, la mujer que estaba tendiendo la ropa en el patio de al lado se arrancó a cantar, y al momento todas las demás mujeres de Varna se pusieron a cantar, y los hombres que andaban por la playa contemplando el mar se volvieron hacia los montes que tenían tras de sí. Los perros que iban a su lado se levantaron sobre las patas traseras y aullaron. ¿Qué tuvo mi nacimiento que suscitó, de un modo súbitamente mágico, semejantes signos de aprobación a los que siguió una fría indiferencia?

Lo que me llamó la atención de estos fragmentos era el deseo de Marin por estar en cualquier sitio salvo aquel en que nació, y por encontrar una alternativa a una banalidad que sentía que lo aprisionaba. Manifiestan además cierto sentido del humor en relación a sus padres, quienes parecían una combinación infeliz de lo exótico y lo grotesco. A todas luces, deseaba encontrarse en su obra, el único mundo sobre el que se sentía con control.

Mientras leía estos fragmentos, empecé a preguntarme qué tipo de poemas había escrito Marin. Dudaba mucho de que fueran lo que la mayoría de nosotros consideramos poemas de guerra, poemas que expresan los horrores de la batalla, o que hablan con tristeza de los heridos o los muertos, o que rinden homenaje al valor. Sospechaba que serían más imaginativos, e incluso surrealistas. Puede que el desasosiego que encontré en su prosa caracterizase sus poemas. Luego se me ocurrió que los fragmentos autobiográficos equivalían a una anulación de su persona. Eran un conjunto de rectificaciones que sugerían una presencia negativa, es decir, alguien que niega su propia existencia acogiendo la idea de que es otra persona. ¿No decía en el quinto fragmento “Llevo toda mi vida intentando superar mi nacimiento”?

No pude evitar pensar en lo horriblemente apropiado que resultaba el agujero de bala en mitad de los poemas. Si hubo alguna vez una presencia negativa, era esa. La muerte de Marin parecía proyectada solamente para él. Al imaginarme sus poemas, empecé a pensar menos en lo que serían y más en el agujero que había en su centro. Pensé incluso que lo que rodeaba ese vacío podía resultar irrelevante, que el auténtico poema residía en el vacío mismo.

¿Necesitaba ser traducido el vacío? Y si el vacío era la característica dominante de los poemas, ¿importaba lo que lo rodeaba? De pronto, me vino a la mente un verso de uno de mis primeros poemas: “Donde sea que esté, yo soy lo que falta”. No es de extrañar que situara tan fácilmente el valor de los poemas de Marin, aun sin haberlos leído, en lo que faltaba de ellos. Tuve una intuición de lo que no estaba allí. No, el vacío no necesitaba traducción. Pero si yo tuviera que rellenar el vacío con lo que sentía que aquella bala arrebató, ¿lo haría con la traducción o con la reescritura? Seguro que cambiaría lo que consideraba el carácter central de los poemas, lo que les daba, a mi juicio, su dimensión trágica. En otras palabras, los normalizaría, los haría parecer otros, y los sometería a juicio sin consideración alguna por eso mismo que los distinguía. También podría ser una suerte de falsificación. Quiero decir, si lo que existía antes del vacío estaba escrito en búlgaro, ¿cómo iba yo a añadir en inglés la parte original que faltaba? Me lo estaría inventando, no traduciendo. Como traductor, además, yo no era partidario de tomarme libertades. Pero si yo tradujera de un idioma que no conozco, ¿podría decirse que me estaba tomando libertades? ¿Puede alguien traducir de un idioma que desconoce? Algunos afirman que sí, pero lo que en realidad hacen es editar la versión literal de otra persona. Puesto que no deseaba escribir nada donde estaba el vacío, tales consideraciones me parecían puramente académicas. Mi obligación era conservar el vacío, incluso sin conocer qué me podía deparar el resto de esos poemas. Creí en su modesta y fatídica vacuidad. ¡Cómo podría perfeccionar lo que en sí es tan claro e indivisible! Mi atracción por el vacío de los poemas de Marin era tan poderosa que se me ocurrió en broma borrar la parte que estaba escrita, ampliando así el vacío hasta crear poemas invisibles. No existían precedentes de semejante estrategia, porque, obviamente, no habían sobrevivido. Me fascinó tanto esta idea que por poco no llamo a Katia para decirle que podríamos eximirla de tener que traducir los vestigios escritos de los poemas de Marin. Pero resultaba evidente que este plan, en lugar de ampliar el vacío, lo eliminaría. El vacío necesitaba conformarse como circunferencia. Es decir, tenía que significar nada en vez de ser nada. Por traer a Wallace Stevens, se trataba de tener “la nada que hay” en vez de la “nada que allí no haya”.

Luego, empecé a preguntarme qué pasaría con el vacío si el poema que lo circunda era malo o simplemente mediocre. ¿Quedarían dañadas la claridad, la precisión y la belleza del vacío? Si lo que Marin había escrito no era bueno, ¿sería un error hacer lo que yo consideraba cambios para salvar el poema? Es muy probable. Pero, por otro lado, un buen poema que rodeara el vacío, ¿no haría mucho más emotiva la presencia de este? Con todo, ¿qué podría escribir yo para hacerle justicia. No se me ocurrió nada. La influencia del vacío era abrumadora.

Para liberarme de esta valoración desmedida del vacío, decidí que tendría que rellenarlo. Al principio, pensé que debía ver lo que quedaba de los poemas de Marin. Luego me pareció que podía resultar más interesante si escribía sin más varios poemas circulares que encajaran en los suyos. Lo único que necesitaba era la medida del agujero. Me resistía a llamar a Katia para contarle mi plan; lo más probable es que se quedara escandalizada. Seguro que respondía que mi plan menoscababa el recuerdo solemne de la muerte de Marin. Después de todo, el agujero era lo que hacía sus poemas tan irrefutablemente personales. Por supuesto, podría escribir pequeños poemas circulares y prescindir de las palabras circundantes de Marin.

Luego, podría ampliar lo que empezarían siendo poemas circulares hasta hacerlos poemas con forma rectangular. En otras palabras, podría rellenar

el agujero y escribir unas poemas que destruyeran todo lo que existiera de los originales. No era algo bonito, así que la única justificación que cabía era que mi poesía fuese mejor que la suya. Cosa discutible, puesto que aún no había visto los poemas de Marin.

Tampoco había considerado la posibilidad de que los poemas de Marín fueran muy buenos, demasiado buenos como para ser traducidos por Katia, demasiado buenos como para que yo jugara con ellos. Tal vez mi fascinación por lo que faltaba en los poemas de Marin, y por convertir eso en lo que pensaba que debía conservarse, era solamente una forma inconsciente de reconocer que a mi propia obra le faltaba algo, algo fundamental alrededor de lo que se cernían las palabras que había podido escribir, las cosas que había podido decir. Pero, ¿por qué iba a encumbrar yo aquello en lo que había fracasado? No, esta interpretación no tenía ningún sentido. Es decir, el hueco se había convertido para mí en un espejo, un espejo en el que no veía nada. Allí habían estado mis rasgos, vi un vacío -una apertura- infinito e imposible de analizar. Marin era mi doble. Su ausencia era mi ausencia. “Donde sea que esté, yo soy lo que falta”. Este verso era el mensaje de los poemas de Marin, pero yo lo había escrito años antes de conocerlos.

Llamé a Katia y le dije que me gustaría ver los poemas, cuando lo que en realidad quería ver era el agujero. Cuando me trajo los poemas, que había arrancado del cuaderno con espiral, quedé impresionado con su fragilidad. Sostuve uno ante la ventana, a contraluz, y luego contra la pared blanca de mi salón. Seguí mirándolo, sosteniéndolo, y después lo sujeté con firmeza. Me lo acerqué a los ojos y a través de él miré el mundo que había fuera. ¿Qué más podía hacer? Pasó un coche. Una ráfaga de viento sacudió unas cuantas hojas de los árboles. Unos cuervos cruzaron por delante de mí.

Mark Strand. “Desde los anales de la traducción”. De la nada y otros escritos. Turner. Madrid, 2015. Traducción de Juan Carlos Postigo.

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Duración estimada del vuelo

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Claudio de Casas, Colección de conchas de Pablo Neruda,  Instituto Cervantes.

El avión tomó impulso y despegó y todo quedó atrás: la tierra verde y marrón y reseca con sus conglomerados de refinerías que parecían en llamas, horadada por el agujero azul turquesa de las piscinas, entre cultivos mal ensamblados, zurcidos a toda prisa, y trenes de juguete y parsimonia y añicos de loza esparcidos aquí y allá, disparando flashes cegadores, estallando en bolas de plomo, y extraños oasis de blancura abstracta, perfectos, y tribus de nubes llevadas a hombros por las montañas sedientas, además de la sombra del propio avión allá abajo, despedazada entre cráteres, persiguiéndose a sí misma a través de una red de circuitos capilares por donde latía un fluido luminoso.

Volar no tiene esquinas. El interior del aparato es un saloncito con pocos ángulos rectos. Nada de recovecos. Todo se curva, se dobla, se feminiza, porque los ingenieros aeronáuticos han decidido que en las alturas es preferible que el alma humana se abarquille y desenfoque. Las azafatas nos dan la razón en todo.

Huele a tostadas con bacon y a tinta de periódico; una fritura impresa. Hoy el cielo está representativo. Algo empieza y algo termina, un ojo se apaga y otro se enciende. ¿Por qué no nos movemos? ¿Falta mucho para llegar? Nuestro cuerpo va por delante. El centro de gravedad cambia y el eje del mundo se inclina como un enfermo con sed. Un infierno nos propulsa; tenemos fuego en la espalda. En la pantalla, un gráfico digital nos informa del avance a trompicones de un avioncito de juguete, de trazo tosco, sobre un océano de cómic: por allí vamos. El espacio se disgrega y los minutos tiritan. Caemos hacia lo alto. Todo es presente. No tenemos ningún futuro al que volver.

El regreso a casa. Los trenes medio vacíos. Soldados de permiso, con los hombros caídos. Asomarse al vagón-cafetería y no encontrar a nadie allí, tan solo ver al fondo, tras el mostrador, al camarero de brazos cruzados que me devuelve la mirada con cara de aburrimiento, y esa imagen de la soledad en medio del crepúsculo de los campos errantes transmite mejor que ninguna otra cosa el sabor final del verano, el último día de vacaciones, la vuelta a las obligaciones.

Cuando nuestro veraneo tocó a su fin y regresamos a casa, con exceso de equipaje, al deshacer mi maleta me sorprendió desagradablemente descubrir que Tricia había introducido en ella, a hurtadillas, regalos que yo no recordaba haber comprado, objetos que no eran míos y ropa de mujer, rompiendo nuestro acuerdo de no inmiscuimos en el equipaje del otro. Y lo más asombroso de todo: envuelto en un albornoz, apareció —juro que es cierto— un paquete con un kilo de sal.

—¿Y esto? —le pregunté.

—Es por la etiqueta —me dijo.

Atravesar el océano con un kilo de sal estadounidense de contrabando en la maleta puede ser —o tal vez no— una metáfora visual apropiada de lo que significa vivir en pareja y cruzar sus “franjas horarias”.

Era verdad que en esa época a los dos nos fascinaban los envoltorios y que en Norteamérica habíamos recopilado tesoros, gracias a sus inmensos supermercados. Con todo, quizá hubiese sido más sensato haber despegado la etiqueta (la ilustración de una niña que se protegía de la lluvia con un paraguas, sobre un fondo azul oscuro), en lugar de transportar un kilo de Morton Salt por los caminos del aire.

Entonces, pretendiendo ayudarla, cometí el error, tonto de mí, de querer averiguar las razones de su obsesión. Le pregunté a Tricia por qué le hacían sufrir tanto las maletas.

Se quedó un rato callada, pensativa. Luego se mordió las puntas del pelo. Hubo una pequeña descarga eléctrica. La sangre subió a sus mejillas. Al fin se justificó:

—Yo hago las maletas igual que tú escribes tus libros.

Me dejó mudo. Nunca antes lo había enfocado de ese modo. Era la primera vez que lo oía. Desperté de la anestesia. Pero reconozco que Tricia tenía razón. Yo escribía igual que ella hacía las maletas; exactamente igual. Con los mismos nervios, la misma pasión y el mismo estremecimiento íntimo. En ese instante caí en la cuenta de que yo también, como ella, pasaba días en vilo por culpa de un adjetivo. Anotaba listas de cosas en servilletas de papel que luego arrugaba y desmenuzaba en trozos diminutos. Dudaba. Rectificaba. No me quedaba tranquilo. Perdía el apetito. Enfermaba. Saltaba de la cama en plena noche y corregía algo. Quizá por casualidad, Tricia había acertado. Preparar una maleta era igual de comprometido que urdir una ficción, soñar un libro o construir un universo poético. Uno solo puede hacer algo bien obsesionándose con ello. Si no, resulta imposible. Cacería encarnizada de la página y la maleta, si no perfectas —eso es mucho decir—, sí al menos de una imperfección impecable; en ambos casos se trata de sentenciar —nada menos— qué salvas y qué condenas. Ante esto, cualquier elección conlleva una responsabilidad y un peligro. El problema con las maletas no es un problema de espacio, sino de tiempo. Su dificultad técnica no es tanto física como filosófica. De repente nada cabe, o todo se retuerce, se engancha o crece, la ropa adquiere alma y se niega a colaborar, cuánto se sufre, lo que ayer entraba con holgura hoy no hay forma de acoplarlo, ¿alguien lo entiende?, es el enigma metafísico de las dimensiones o de los nervios, date prisa, me sobra una camisa, qué hago con esto, llegamos tarde, los libros, dónde metemos los libros, ¿esto qué es?, el gemido de un jersey pillado a traición por la cremallera, el esguince de un zapato doblado con violencia asesina, en una posición viciada que luego nunca más se recupera, la manía de las correas de entrometerse todo el rato, haciéndose las importantes, enredándose en los dedos, qué engorro, el tubo de pasta dentífrica espachurrado, nada, no hay forma, mejor sacarlo todo e intentar recomponerlo. Y vuelta a empezar de cero el rompecabezas.

Fabricar la maleta o la página tolerables se convierte en una búsqueda casi mística, un poco como la del santo Grial. Acertar o no acertar pasa a ser una tarea trascendente, casi inalcanzable. Uno inventa pasiones en una página porque las ha vivido antes o porque quiere vivirlas o para no tener que vivirlas.

Eloy Tizón, Extracto de “Duración estimada del vuelo”, en: Eloy Tizón, Técnicas de iluminación, Páginas de espuma, Madrid, 2013

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De un tiempo a esta parte

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Hitoshi Nomura, Moon Scores, 1975-1979.

 

Cuando la Luna se desprendió de la Tierra, el día duraba cinco horas. Es un poco tarde para enterarse de eso, pero nadie me lo había dicho. Gracias a La duración de los días, espléndido ensayo del biólogo molecular Alberto Kornblihtt, ahora sé que las mareas provocadas por la gravedad entre la Tierra y su satélite alentaron el movimiento de rotación, lo cual produjo el progresivo distanciamiento de ambos cuerpos. En 200 millones de años, el día durará 25 horas. Si la especie aún existe, dispondrá de una hora adicional para hacer la declaración de impuestos. El tiempo falta para lo peor.

Kornblihtt publica su texto en Duración, caja de cuadernos concebida como una cápsula del tiempo por los editores de la revista argentina Otra Parte. En su calendario cósmico, el biólogo escribe: “Nadie cuenta que la vida se originó cuando los días duraban nueve horas. Todos dicen que la vida se originó hace 3.800 millones de años, sólo unos 700 millones de años después de la formación del sistema solar y de su Tierra. Nadie sabe si la vida se originó porque el día tenía nueve horas o eso no tuvo nada que ver”. ¿Necesitaban las bacterias nueve horas de sol para existir? La pregunta es tan sugerente que acaso sólo pueda responderse desde la ciencia ficción.

En aquel mundo de seres invisibles el paisaje era gris. Con un día de 13 horas (hace 2.500 millones de años), se produjo el Gran Evento de Oxidación y surgieron las piedras de colores. Fue necesario un día de 16 horas para que una célula bacteriana se convirtiera en mitocondria con un núcleo capaz de alojar al ADN.

Hace 540 millones de años, el día duraba 21 horas. Entonces surgieron los invertebrados y luego los peces. Los reptiles aparecieron en un día de 22 horas, hace 320 millones de años. El reloj de Kornblihtt se vuelve más preciso a medida que se acerca a nosotros: “Hace 150 millones de años, con días de 23 horas y seis minutos, se desarrollaron las aves y las plantas”. En un día de 23 horas y media, África y América del Sur se separaron, formando el océano Atlántico. Esa época era señoreada por dinosaurios que seguirían entre nosotros de no ser por lo que sucedió en un día de 23 horas y 36 minutos: un asteroide de diez kilómetros de diámetro impactó la península de Yucatán; su polvareda oscureció el cielo, provocando “la extinción de muchos grupos de plantas y animales, incluidos los más mediáticos: los dinosaurios”. En consecuencia, los mamíferos ocuparon esos nichos ecológicos.

Cuando el día era 36 segundos más corto que el de hoy, surgió el tatarabuelo del chimpancé y del ser humano. En fecha cósmica reciente, hace 200.000 años, apareció el inquilino que se quedaría con la casa de los dinosaurios. En la actual Etiopía abrió los ojos una especie suficientemente caprichosa para averiguar,  200.000 años después, que su camino comenzó cuando el día duraba un segundo y medio menos que el nuestro.

Escribo estas líneas en la agonía de 2015. Mis propósitos de año nuevo comienzan por cumplir los del año anterior. Vivimos rezagados.

Abruma y reconforta saber que el tiempo es relativo. En términos de su relación con la Luna, la Tierra es el extraño sitio de la aceleración donde en un segundo y medio se construyó la Muralla China, millones de personas fueron asesinadas y alguien, de modo inagotable, fue Shakespeare. “Detente, instante, eres tan hermoso”, escribió Goethe. Si no podemos atesorar el día entero, atesoremos el tiempo que nos mide: el segundo y medio de la especie.

Juan Villoro, “De un tiempo a esta parte”, Diario El País, 18/12/2015

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El genio de la cámara maravillosa

David Wojnarowicz, Arthur Rimbaud in New York, 1978-1979.

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Una obra humana no es más que la larga andadura para encontrar en los recodos del arte las dos o tres imágenes simples y grandes que hicieron que nuestro corazón se abriera por primera vez.
Albert Camus, El revés y el derecho, 1937.

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Poco después del fallecimiento de Henri Cartier-Bresson el 2 de agosto de 2004 circuló por varios foros fotográficos de Internet uno de esos mensajes en cadena que rezaba: “Nietzsche tenía razón: Dios ha muerto”. El adagio se antojaba mejor una especie de epitafio: para muchos en el mundo de la fotografía, Cartier-Bresson era dios y su partida dejaba desamparado el particular olimpo del arte de la luz. Para otros, más allá de la inmortalidad de su obra, Cartier-Bresson no llegaba a la categoría de dios, pero desde luego sí a la de genio: uno de los escasos genios que fueron capaces de modelar la mirada moderna del siglo XX.

Hace unos años Alain Desvergnes me refirió una anécdota que viene a cuento como nota necrológica. Desvergnes, fotógrafo y docente, fue el fundador y primer director de la Escuela Nacional de Fotografía de Arles, en Francia, y durante un tiempo compaginó esa función con la dirección del Festival Internacional de Fotografía que desde 1969 se celebraba en esa misma localidad cada segunda semana de julio. Por sus primeras ediciones, antes de que el público se masificara, desfilaron figuras legendarias de la historia de la fotografía como Ansel Adams, Eugene Smith y el propio Cartier-Bresson. Cartier-Bresson poseía junto con su esposa, la también fotógrafa Martine Frank, una casa de campo, “Le Claux”, en Céreste, en la Alta Provenza, que por tanto no distaba mucho de Arles y en la que pasaba temporadas en verano, efectuando visitas furtivas a las exposiciones y proyecciones que podían atraerle. La mansión se convertiría previsiblemente en un foco de selecta peregrinación al que muchos admiradores acudían para rendir pleitesía, pero también en un lugar de encuentro entre viejos camaradas de profesión. Cuando en una ocasión Eugene Smith fue el invitado de honor del Festival, Desvergnes lo condujo a visitar a su antiguo amigo. Los dos máximos exponentes del documentalismo social habían compartido en el pasado causas y aventuras, y el afecto que se profesaban no llegó nunca a disipar una humana rivalidad. Ambos por otra parte tenían fama de apasionados y de enérgicos conversadores: locuaces, agudos e incisivos. Eugene Smith no aventajaba a Cartier-Bresson en mordacidad e ironía. En el fragor de una discusión, Smith preguntó: “Y, tú, Henri, ¿cuántas fotografías buenas, verdaderamente buenas, crees que has conseguido hacer en tu vida?”

Ante esta pregunta-trampa se produjo un silencio expectante entre los asistentes. Los dos fotógrafos habían publicado a lo largo de su carrera docenas de libros, con miles de imágenes. ¿Cómo condensar esos millares de “instantes decisivos” en un número reducido de obras maestras? Lo que parecía presumible dialécticamente era que, fuese cual fuese la respuesta, Smith iba a reprender a su oponente rebajándole el número, censurando así un eventual bajo nivel de autoexigencia. Por lo cual, en previsión, Cartier-Bresson optó ya por una cifra ostensiblemente exigua y modesta: “Yo creo que unas doce. Tal vez sólo diez”. A lo que al otro le faltó tiempo para reponer impetuoso: “¡Anda ya! ¡Qué exageración! Como mucho has hecho tres, buenas verdaderamente buenas. No más de tres”.

Cartier-Bresson vivió 95 años. Tal longevidad y una dedicación intensa no permitían a ojos de Smith más que tres limitadas buenas fotografías. Tal vez todo lo demás no constituía más que esforzadas tentativas y bocetos, sin duda valiosos, pero sobre todo decididamente necesarios para acceder a la suprema excelencia de esos tres resultados finales. ¿Es homologable esta teoría a otras disciplinas del arte? ¿Alcanzó Picasso más de tres obras verdaderamente maestras?

Me gusta imaginar a aquel Aladino fotógrafo a la espera de sus tres oportunidades mágicas, trotando por el mundo de un confín a otro con su cámara maravillosa en ristre. El genio podía despertar a menudo de su letargo, pero sólo tenía facultad para colmar tres veces en total los requerimientos de su amo. Imaginemos el tormento del fotógrafo para escapar de esa restricción. Podía intentar engatusar al viejo genio, por ejemplo pedirle que el tercer deseo fuese la posibilidad de pedir tres deseos más y así sucesivamente. Pero a buen seguro que el fotógrafo se las veía con un genio experto que se la sabía larga. Aunque también podría haber pasado que el genio reconociera la propia genialidad de Cartier-Bresson y lo tratara algo así como a un colega, merecedor por tanto de alguna concesión excepcional. Sea como fuere, la búsqueda de esos tres deseos cumplidos ayuda a entender la fundamental contribución cartier-bressoniana al acervo expresivo de la fotografía. Una contribución que, más que una eficaz dramatización documental de la historia (vertiente muy estudiada ya por los especialistas), consistiría en puentear la doctrina surrealista con la filosofía zen, sensibilidades ambas sumamente proclives a una complicidad con lo prodigioso.

Para los surrealistas, la fotografía equivalía en el plano de lo visual a lo que la escritura automática representaba para la poesía: la cámara hacía emerger el inconsciente escondido de la mirada. Para el zen, todo gesto artístico radicaba en el propio acto de ver. No se trataba tanto de “hacer” una fotografía como de “captarla”: un fragmento de la realidad era identificado por un instante del espíritu, el acontecimiento quedaba colocado en medio de la estética. El fotógrafo no era un cazador de imágenes, sino un pescador de momentos: lanzaba el anzuelo a la espera de que el tiempo y la realidad picasen. Cartier-Bresson solía decir que él no tomaba fotografías, sino que por el contrario las fotografías le tomaban a él. Y cuando sintió la necesidad de legarnos un manifiesto, escribió este consejo: “Poner la cabeza, el ojo y el corazón en el mismo punto de mira”2. Escatimó en cambio recordarnos que, además y por encima de todo, debíamos invocar, frotando suavemente nuestra cámara maravillosa, la aparición epifánica del genio.

1. En el original de Las mil y una noches, cuando Sherezade narra el cuento de Aladino, la portentosa lámpara concede un número ilimitado de deseos. En cambio en las versiones infantiles que leí de niño en castellano “que fueron de hecho las que cautivaron mi imaginación” el genio, sea porque es tacaño o sea porque quiere aleccionar a Aladino en la economía del deseo, restringe el número de peticiones a tres. A estas versiones me remito aquí.
2. Henri Cartier-Bresson, “Fotografiar del natural” en Fotografiar del natural, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2003, pág. 11. [Versión original: L’imaginaire d’aprés nature, Delpire-Le Nouvel Observateur, París, 1976].

Joan Foantcuberta, Fragmento de “El genio de la cámara maravillosa”, en: Joan Foantcuberta, La cámara de Pandora, Gustavo Gili. Barcelona, 2010.

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Arquitectura wittgensteniana

Utwin & Brodsky, Columbarium habitabile.

Podemos contemplar el universo de los textos como si de un paisaje se tratase. De este modo reconoceremos en él montes y valles, ríos y lagos, castillos, granjas y grandes ciudades con sus barrios residenciales. En el horizonte de este retablo imaginado aparecerán poderosas cumbres nevadas, como la Biblia u Homero. El grande y calmo lago de los textos aristotélicos, al cual lanzan sus redes, parsimoniosos, los pescadores, y en el cual reman los filólogos, llenará una parte de la cuenca del valle. Veremos cómo la cascada impetuosa de Nietzsche, que cae de las montañas, es atrapada por el ancho y manso río del pragmatismo moderno. Superando en altura a todos los demás edificios, se alzará la catedral gótica de las Sumas de Santo Tomás en la plaza mayor de aquella ciudad, en la que se agolpan los tejados y las fachadas de las especulaciones del barroco. En los arrabales de esta misma ciudad se podrán ver las casas de vecinos y las fábricas románticas, realistas y secesionistas de la literatura moderna, y, algo alejada del resto, encontraremos una caseta pequeña, aparentemente insignificante, más parecida a un andamiaje que a un edificio acabado: la casa de Wittgenstein.

La casita se llama Tractatus. Es un nombre que trata de embrollarnos. Pues, al entrar en la casa, constatamos inmediatamente que aquí nadie trata de agasajarnos. Muy al contrario éste es un lugar de imágenes reflejadas. La casa está apoyada sobre seis pilares, que se sostienen unos a otros mediante travesaños ordenados jerárquicamente. Mas en el centro se yergue un séptimo pilar, que tiene la función de romper el edificio y desgajarlo del suelo. Así pues, la casa, en todas sus esquinas, ángulos y junturas, se mantiene protegida, acorazada e inexpugnable. Y sin embargo, y precisamente por esa razón, amenaza con derrumbarse y desaparecer sin dejar rastro: condenada desde el principio, nada más empezar.

El edificio está asentado: las proposiciones que lo componen lo asienten y lo asientan. Cada proposición presupone todas las anteriores, y ella misma está presupuesta en todas las proposiciones siguientes. Proposición tras proposición va entrando el visitante en las supuestas habitaciones, y su pie se apoya en consistencias. Y de golpe, con una proposición, con una única proposición, se retira el suelo bajo los pies. El intruso se precipita en el pozo sin fondo de lo insondable.

La casa de Wittgenstein se encuentra en un suburbio de aquella ciudad, en cuya plaza mayor se alzan las torres de la catedral de Santo Tomás. Los pequeños y modestos pilares de la Casa Wittgenstein se apoyan los unos en los otros siguiendo el mismo método lógico-filosófico que los cimientos de la catedral. Pero parece existir una diferencia fundamental entre ésta y aquélla: la catedral es un barco que conduce al cielo y la casita es una trampa por la que se cae en un abismo sin fondo. Pero cuidado: ¿no dice acaso Santo Tomás ser como un gran buey que devora, como paja, todo lo escrito antes de su revelación? ¿Es posible que el cielo por encima de la catedral, y el abismo que hay debajo de la casita, sean el mismo agujero negro? ¿Será acaso la pequeña casita de Wittgenstein la catedral del futuro? ¿Y no serán esos espejos que se reflejan unos en otros las vidrieras de nuestra iglesia? El paisaje que he descrito aquí es, obviamente, metafórico. Pero, ¿será posible trasladarlo a Viena? ¿Y podrá alguien que entre en la discreta casita de Wittgenstein percibir el aroma de lo indecible? De lo que no se puede hablar, hay que callar.

Vílem Flusser, “Arquitectura Wittgensteniana”, en: Vílem Flusser, Filosofía del diseño. La forma de las cosas, Síntesis, Madrid, 1999. Traducción de Pablo Marinas.

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La ciencia de lo concreto

Giuseppe Perone, Transcription musicale de la structure des arbres.

Para transformar una yerba silvestre en planta cultivada, una bestia salvaje en animal doméstico, hacer aparecer en la una o en la otra propiedades alimenticias o tecnológicas que, originalmente, estaban por completo ausentes o apenas si se podían sospechar; para hacer de una arcilla inestable, de fácil desmoronamiento, expuesta a pulverizarse o a rajarse, una vasija de barro sólida y que no deje escapar el agua (pero, sólo a condición de haber determinado, entre una multitud de materias orgánicas e inorgánicas la que mejor se prestara a servir de desengrasante así como el combustible conveniente, la temperatura y el tiempo de cocción, el grado de oxidación eficaz); para elaborar las técnicas, a menudo prolongadas y complejas, que permiten cultivar sin tierra, o bien sin agua, cambiar granos o raíces tóxicas en alimentos, o todavía más, utilizar esta toxicidad para la caza, la guerra, el ritual, no nos quepa la menor duda de que se requirió una actitud mental verdaderamente científica, una curiosidad asidua y perpetuamente despierta, un gusto del conocimiento por el placer de conocer, pues una pequeña fracción solamente de las observaciones y de las experiencias (de las que es necesario suponer que estuvieron inspiradas, primero y sobre todo, por la afición al saber) podían dar resultados prácticos e inmediatamente utilizables. Y hagamos a un lado a la metalurgia del bronce y del hierro, la de los metales preciosos, y aun el simple trabajo del cobre nativo por el simple procedimiento del martilleo que precedieron a la metalurgia en varios milenios, y todos los cuales exigen ya una competencia técnica muy considerable. El hombre del neolítico o de la protohistoria es, pues, el heredero de una larga tradición científica; sin embargo, si el espíritu que lo inspiró a él, lo mismo que a todos sus antepasados, hubiese sido exactamente el mismo que el de los modernos, ¿cómo podríamos comprender que se haya detenido, y que varios milenios de estancamiento se intercalen, como un descansillo, entre la revolución neolítica y la ciencia contemporánea? La paradoja no admite más que una solución: la de que existen dos modos distintos de pensamiento científico, que tanto el uno como el otro son función, no de etapas desiguales de desarrollo del espíritu humano, sino de los dos niveles estratégicos en que la naturaleza se deja atacar por el conocimiento científico: uno de ellos aproximativamente ajustado al de la percepción y la imaginación y el otro desplazado; como si las relaciones necesarias, que constituyen el objeto de toda ciencia —sea neolítica o moderna—, pudiesen alcanzarse por dos vías diferentes: una de ellas muy cercana a la intuición sensible y la otra más alejada. Toda clasificación es superior al caos; y aun una clasificación al nivel de las propiedades sensibles es una etapa hacia un orden racional. Si se pide clasificar una colección de frutos variados en cuerpos relativamente más pesados y relativamente más livianos, será legítimo comenzar por separar las peras de las manzanas, aunque la forma, el color y el sabor carezcan de relación con el peso y el volumen; pero porque las más gruesas, de entre las manzanas, son más fáciles de distinguir de las menos gruesas, que cuando las manzanas permanecen mezcladas con frutos de aspecto diferente. Este ejemplo nos permite ver ya que, aun al nivel de la percepción estética, la clasificación tiene su virtud.

Por otra parte, y aunque no haya conexión necesaria entre las cualidades sensibles y las propiedades, existe por lo menos una relación de hecho en gran número de casos, y la generalización de esta relación, aunque no esté fundada en la razón, puede ser durante largo tiempo una operación fructuosa, teórica y prácticamente. Todos los jugos tóxicos no son ardiente o amargos, y la recíproca no es más verdadera; sin embargo, la naturaleza está hecha de tal manera que es más lucrativo, para el pensamiento y para la acción, proceder como si una equivalencia que satisface al sentimiento estético corresponde también a una realidad objetiva. Sin que nos corresponda aquí el averiguar por qué, es probable que especies dotadas de algún carácter notable: forma, color, u olor, abran al observador lo que podríamos llamar un “derecho de proseguir”: el de postular que estos caracteres visibles son el signo de propiedades igualmente singulares, pero ocultas. Admitir que la relación entre los dos sea ella misma sensible (que un grano en forma de diente preserve contra las mordeduras de serpiente, que un jugo amarillo sea un específico para los trastornos biliares, etc.) tiene más valor, provisionalmente, que la indiferencia a toda conexión; pues la clasificación, aunque sea heteróclita y arbitraria, salvaguarda la riqueza y la diversidad del inventario; al decidir que hay que tener en cuenta todo, facilita la constitución de una “memoria”. Ahora bien, es un hecho que métodos de esta índole podían conducir a determinados resultados que eran indispensables para que el hombre pudiese atacar a la naturaleza desde otro flanco. Lejos de ser, como a menudo se ha pretendido, la obra de una “función fabuladora” que le vuelve la espalda a la realidad, los mitos y los ritos ofrecen como su valor principal el preservar hasta nuestra época, en forma residual, modos de observación y de reflexión que estuvieron (y siguen estándolo sin duda) exactamente adaptados a descubrimientos de un cierto tipo: los que autorizaba la naturaleza, a partir de la organización y de la explotación reflexiva del mundo sensible en cuanto sensible. Esta ciencia de lo concreto tenía que estar, por esencia, limitada a otros resultados que los prometidos a las ciencias exactas naturales, pero no fue menos científica, y sus resultados no fueron menos reales. Obtenidos diez mil años antes que los otros, siguen siendo el sustrato de nuestra civilización.

Por lo demás, subsiste entre nosotros una forma de actividad que, en el plano técnico, nos permite muy bien concebir lo que pudo ser, en el plano de la especulación, una ciencia a la que preferimos llamar “primera” más que primitiva: es la que comúnmente se designa con el término de bricolage.* En su sentido antiguo, el verbo bricoler se aplica al juego de pelota y de billar, a la caza y a la equitación, pero siempre para evocar un movimiento incidente: el de la pelota que rebota, el del perro que divaga, el del caballo que se aparta de la línea recta para evitar un obstáculo. Y, en nuestros días, el bricoleur es el que trabaja con sus manos, utilizando medios desviados por comparación con los del hombre de arte. Ahora bien, lo propio del pensamiento mítico es expresarse con ayuda de un repertorio cuya composición es heteróclita y que, aunque amplio, no obstante es limitado; sin embargo, es preciso que se valga de él, cualquiera que sea la tarea que se asigne, porque no tiene ningún otro del que echar mano. De tal manera se nos muestra como una suerte de bricolage intelectual, lo que explica las relaciones que se observan entre los dos.

Como el bricolage en el plano técnico, la reflexión mítica puede alcanzar, en el plano intelectual, resultados brillantes e imprevistos. Recíprocamente, a menudo se ha observado el carácter mitopoético del bricolage: ya sea en el plano del arte, llamado “bruto” o “ingenuo”; en la arquitectura fantástica de la quinta del cartero Cheval, en las decoraciones de Georges Méliès; o aun en la inmortalizada por las Grandes ilusiones de Dickens, pero inspiradas sin duda primero por la observación del “castillo” suburbano del señor Wemmick, con su puente levadizo en miniatura, su cañón que saludaba a las nueve, y su huertecillo de verduras y pepinos gracias al cual los ocupantes podrían sostener un sitio, de ser necesario…

Vale la pena ahondar en la comparación, porque nos permite acceder mejor a las relaciones reales entre los dos tipos de conocimiento científico que hemos distinguido. El bricoleur es capaz de ejecutar un gran número de tareas diversificadas; pero, a diferencia del ingeniero, no subordina ninguna de ellas a la obtención de materias primas y de instrumentos concebidos y obtenidos a la medida de su proyecto: su universo instrumental está cerrado y la regla de su juego es siempre la de arreglárselas con “lo que uno tenga”, es decir un conjunto, a cada instante finito, de instrumentos y de materiales, heteróclitos además, porque la composición del conjunto no está en relación con el proyecto del momento, ni, por lo demás, con ningún proyecto particular, sino que es el resultado contingente de todas las ocasiones que se la han ofrecido de renovar o de enriquecer sus existencias, o de conservarlas con los residuos de construcciones y de destrucciones anteriores.

*Los términos bricoler, bricolage y bricoleur, en la acepción que les da el autor, no tienen traducción al castellano. El bricoleur es el que obra sin plan previo y con medios y procedimientos apartados de los usos tecnológicos normales. No opera con materias primas, sino ya elaboradas, con fragmentos de obras, con sobras y trozos, como el autor explica. La lectura del texto aclarará suficientemente el sentido de estos términos. [T.]

Claude Lévi-Strauss, Fragmento de “La ciencia de lo concreto”, en: Claude Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, Fondo de cultura económica. Santafé de Bogotá, 1997. Traducción de Francisco González Aramburo.

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Lo posible adyacente

Herbert Molderings, Atelier de Man Ray.

Un día cualquiera de finales de la década de 1870, un ginecólogo francés llamado Stéphane Tarnier se tomó el día libre y, en vez de acudir a su trabajo en la Maternité de París, el hospital para mujeres pobres de la capital, se fue al zoo. Paseó ante los elefantes y los reptiles, y por las zonas verdes del zoo, dentro del Jardín des Plantes. Allí se encontró con una exposición de incubadoras para pollos y, al ver a los pollitos recién nacidos intentando andar, en el ambiente cálido de la incubadora, tuvo una asociación de ideas. Poco después, contrató a Odile Martin, la criadora de pollos del zoo, para que le construyera un aparato que pudiera hacerles un servicio similar a los recién nacidos humanos. Vista con los ojos de hoy, la tasa de mortalidad infantil era terriblemente alta a finales del siglo XIX, incluso en una ciudad tan sofisticada como París. Uno de cada cinco bebés moría sin haber alcanzado la edad de gatear, y los peor parados eran siempre los que nacían prematuros o con bajo peso. Tarnier sabía que la regulación de la temperatura era un aspecto crucial para que los niños no murieran, y sabía que el establishment médico francés tenía obsesión por la estadística. Así que, en cuanto tuvo en la Maternité su incubadora para recién nacidos, donde se calentaban aquellas frágiles criaturas con botellas de agua tibia instaladas bajo la estructura, Tarnier llevó a cabo un estudio rápido sobre unos quinientos bebés. Los resultados dejaron boquiabierta a la profesión: mientras que el 66% de los nacidos con bajo peso moría a las pocas semanas de nacer, solo corría esa misma suerte el 38% de los que pasaban un tiempo en la caja de incubar de Tarnier. En conclusión: se podía reducir a la mitad la tasa de mortalidad entre los bebés prematuros si se les trataba como a los pollitos del zoo.

La incubadora de Tarnier no fue el primer aparato que se empleó para mantener el calor corporal de los recién nacidos, y aquella primera caja que había construido con Martin iría mejorando significativamente con los años, pero el análisis estadístico que hizo aquel médico supuso un empujón definitivo para el proceso de incubar a los bebés recién nacidos. Pocos años después, las autoridades parisienses decretaron la obligación de instalar incubadoras en todos los hospitales de maternidad. En 1896, un médico emprendedor llamado Alexandre Lion organizó una exhibición de incubadoras —con recién nacidos de verdad— en la Exposición de Berlín de ese año, bajo el nombre de Kinderbrutenstalt, o “criadero de niños”, y fue uno de los grandes éxitos de aquella muestra. De ahí vino la extraña tradición de hacer demostraciones públicas de incubadoras, que duró hasta bien entrado el siglo XX (de hecho, en el parque de atracciones neoyorquino de Coney Island hubo una incubadora de bebés permanente hasta principios de la década de 1940). Las incubadoras modernas, que incorporan terapia de oxigenación y otros avances, ya se hallaban presentes en todos los hospitales estadounidenses a finales de la Segunda Guerra Mundial, y gracias a ellas la tasa de mortalidad infantil declinó abruptamente entre 1950 y 1988: un 75% menos. Y, dado que los usuarios de la incubadora acaban de nacer, el beneficio que representa para la salud pública, si se miden simplemente los años de vida extra que añade, la pone a la cabeza de los avances médicos del siglo XX. La radioterapia, o el doble bypass, pueden darle al paciente diez o veinte años más, pero la incubadora le regala una vida entera.

Sin embargo, en los países en vías de desarrollo, la historia de la mortalidad infantil sigue siendo bastante tétrica. Aunque en Europa y Estados Unidos mueren menos de diez por cada mil niños nacidos, en algunos países como Liberia o Etiopía son más de cien recién nacidos de cada mil los que mueren, la mayor parte prematuros que podrían salvarse si tuvieran acceso a una incubadora. Pero las incubadoras de hoy son aparatos complejos y caros. Una de las que se usan normalmente en Estados Unidos puede costar más de cuarenta mil dólares. Además, el problema no es solo lo que cuestan; los aparatos complicados se estropean, y entonces hace falta un experto para arreglarlos, y hacen falta además repuestos. En el curso del año que siguió al tsunami del océano Índico de 2004, la ciudad indonesia de Meulaboh recibió ocho incubadoras, donadas por diversas ONGS internacionales. A finales de 2008, un profesor del MIT llamado Timothy Prestero visitó el hospital de esa ciudad y vio que las ocho estaban fuera de servicio, por culpa de los altibajos de la tensión eléctrica y de la humedad tropical; además, el personal médico no sabía inglés y no podía leer el manual de reparaciones. Y el de las incubadoras de Meulaboh no es más que un ejemplo gráfico; hay estudios que apuntan a que hasta un 95% del equipamiento médico donado a los países en vías de desarrollo queda fuera de servicio durante los primeros cinco años.

Prestero tenía interés personal en esas incubadoras estropeadas, porque es el fundador de una empresa, Design that Matters [Diseño que Importa], que llevaba varios años trabajando en el desarrollo de una incubadora más resistente y menos cara, un aparato que tuviera en cuenta el hecho de que la tecnología médica compleja probablemente requeriría un mantenimiento distinto en un país en vías de desarrollo que en un hospital europeo o norteamericano. Diseñar una incubadora a la medida de un país poco desarrollado no era solo cuestión de crear algo que funcionara; también se trataba de diseñar algo que, al estropearse, no lo hiciera de manera irreparable. Como no se podía garantizar que fuera a haber repuestos, ni técnicos con la formación necesaria para arreglar los aparatos, Prestero y su equipo decidieron construir una incubadora hecha de materiales que ya existieran en abundancia en esos países. La idea original fue de un médico de Boston llamado Jonathan Rosen, que había observado que incluso en los pueblos más pequeños de algunos países del Tercer Mundo parecían arreglárselas para conservar los automóviles en razonable buen estado. En aquellos pueblos quizá no hubiera aire acondicionado, ni ordenadores portátiles ni televisión por cable, pero se las ingeniaban para que un Toyota 4×4 siguiera funcionando. Así que Rosen le fue a Prestero con su idea: ¿por qué no se hacía una incubadora con componentes de automóviles?

Tres años después, el equipo de Design that Matters presentó un prototipo denominado NeoNurture que, por fuera, parecía una incubadora moderna corriente, de líneas sencillas, pero que por dentro era capaz de autogenerarse. El calor, que es lo principal, lo brindaban unos faros sellados; la circulación de aire se hacía con un ventilador de motor, y las alarmas sonaban con las campanillas de las puertas. El aparato se podía enchufar con un mechero de coche adaptado, o conectarse a una batería de motocicleta estándar. El que la NeoNurture se construyera con este tipo de componentes fue eficiente en dos sentidos: en el lugar donde se instalara habría repuestos para ella, como ya sabían, y habría además los conocimientos necesarios, porque eran los mismos que se aplicaban a la reparación de coches. Ambas cosas, como a Rosen le gustaba decir, abundaban en los países en vías de desarrollo. Y no había que ser técnico cualificado para arreglar una NeoNurture; no había ni que leerse el manual: si sabías cambiarle un faro a un coche, sabrías hacerlo.

Las buenas ideas son como una incubadora NeoNurture. Vienen, inevitablemente, delimitadas por los componentes y las habilidades que las rodean. Tenemos cierta tendencia a ver de forma romántica las ideas rompedoras, a imaginar que hubo una iluminación repentina que trascendió su entorno, una mente privilegiada que fue capaz de ir más allá de los escombros de las ideas antiguas y la pétrea tradición. Pero las ideas son como un trabajo de bricolaje: se construyen a partir de restos. Tomamos las que hemos heredado, o nos hemos encontrado por casualidad, y las reorganizamos dándoles nueva forma. Nos gusta considerar que nuestras ideas son una incubadora que cuesta cuarenta mil dólares y sale flamante de la fábrica, pero en realidad las hemos montado precariamente a partir de una serie de chismes que teníamos desperdigados por el garaje.

Steven Johnson, Fragmento de “Lo posible adyacente”, en: Steven Johnson, Las buenas ideas. Una historia natural de la innovación. Turner Noema. Madrid, 2011. Tradución de María Sierra.

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