La ciencia de lo concreto

Giuseppe Perone, Transcription musicale de la structure des arbres.

Para transformar una yerba silvestre en planta cultivada, una bestia salvaje en animal doméstico, hacer aparecer en la una o en la otra propiedades alimenticias o tecnológicas que, originalmente, estaban por completo ausentes o apenas si se podían sospechar; para hacer de una arcilla inestable, de fácil desmoronamiento, expuesta a pulverizarse o a rajarse, una vasija de barro sólida y que no deje escapar el agua (pero, sólo a condición de haber determinado, entre una multitud de materias orgánicas e inorgánicas la que mejor se prestara a servir de desengrasante así como el combustible conveniente, la temperatura y el tiempo de cocción, el grado de oxidación eficaz); para elaborar las técnicas, a menudo prolongadas y complejas, que permiten cultivar sin tierra, o bien sin agua, cambiar granos o raíces tóxicas en alimentos, o todavía más, utilizar esta toxicidad para la caza, la guerra, el ritual, no nos quepa la menor duda de que se requirió una actitud mental verdaderamente científica, una curiosidad asidua y perpetuamente despierta, un gusto del conocimiento por el placer de conocer, pues una pequeña fracción solamente de las observaciones y de las experiencias (de las que es necesario suponer que estuvieron inspiradas, primero y sobre todo, por la afición al saber) podían dar resultados prácticos e inmediatamente utilizables. Y hagamos a un lado a la metalurgia del bronce y del hierro, la de los metales preciosos, y aun el simple trabajo del cobre nativo por el simple procedimiento del martilleo que precedieron a la metalurgia en varios milenios, y todos los cuales exigen ya una competencia técnica muy considerable. El hombre del neolítico o de la protohistoria es, pues, el heredero de una larga tradición científica; sin embargo, si el espíritu que lo inspiró a él, lo mismo que a todos sus antepasados, hubiese sido exactamente el mismo que el de los modernos, ¿cómo podríamos comprender que se haya detenido, y que varios milenios de estancamiento se intercalen, como un descansillo, entre la revolución neolítica y la ciencia contemporánea? La paradoja no admite más que una solución: la de que existen dos modos distintos de pensamiento científico, que tanto el uno como el otro son función, no de etapas desiguales de desarrollo del espíritu humano, sino de los dos niveles estratégicos en que la naturaleza se deja atacar por el conocimiento científico: uno de ellos aproximativamente ajustado al de la percepción y la imaginación y el otro desplazado; como si las relaciones necesarias, que constituyen el objeto de toda ciencia —sea neolítica o moderna—, pudiesen alcanzarse por dos vías diferentes: una de ellas muy cercana a la intuición sensible y la otra más alejada. Toda clasificación es superior al caos; y aun una clasificación al nivel de las propiedades sensibles es una etapa hacia un orden racional. Si se pide clasificar una colección de frutos variados en cuerpos relativamente más pesados y relativamente más livianos, será legítimo comenzar por separar las peras de las manzanas, aunque la forma, el color y el sabor carezcan de relación con el peso y el volumen; pero porque las más gruesas, de entre las manzanas, son más fáciles de distinguir de las menos gruesas, que cuando las manzanas permanecen mezcladas con frutos de aspecto diferente. Este ejemplo nos permite ver ya que, aun al nivel de la percepción estética, la clasificación tiene su virtud.

Por otra parte, y aunque no haya conexión necesaria entre las cualidades sensibles y las propiedades, existe por lo menos una relación de hecho en gran número de casos, y la generalización de esta relación, aunque no esté fundada en la razón, puede ser durante largo tiempo una operación fructuosa, teórica y prácticamente. Todos los jugos tóxicos no son ardiente o amargos, y la recíproca no es más verdadera; sin embargo, la naturaleza está hecha de tal manera que es más lucrativo, para el pensamiento y para la acción, proceder como si una equivalencia que satisface al sentimiento estético corresponde también a una realidad objetiva. Sin que nos corresponda aquí el averiguar por qué, es probable que especies dotadas de algún carácter notable: forma, color, u olor, abran al observador lo que podríamos llamar un “derecho de proseguir”: el de postular que estos caracteres visibles son el signo de propiedades igualmente singulares, pero ocultas. Admitir que la relación entre los dos sea ella misma sensible (que un grano en forma de diente preserve contra las mordeduras de serpiente, que un jugo amarillo sea un específico para los trastornos biliares, etc.) tiene más valor, provisionalmente, que la indiferencia a toda conexión; pues la clasificación, aunque sea heteróclita y arbitraria, salvaguarda la riqueza y la diversidad del inventario; al decidir que hay que tener en cuenta todo, facilita la constitución de una “memoria”. Ahora bien, es un hecho que métodos de esta índole podían conducir a determinados resultados que eran indispensables para que el hombre pudiese atacar a la naturaleza desde otro flanco. Lejos de ser, como a menudo se ha pretendido, la obra de una “función fabuladora” que le vuelve la espalda a la realidad, los mitos y los ritos ofrecen como su valor principal el preservar hasta nuestra época, en forma residual, modos de observación y de reflexión que estuvieron (y siguen estándolo sin duda) exactamente adaptados a descubrimientos de un cierto tipo: los que autorizaba la naturaleza, a partir de la organización y de la explotación reflexiva del mundo sensible en cuanto sensible. Esta ciencia de lo concreto tenía que estar, por esencia, limitada a otros resultados que los prometidos a las ciencias exactas naturales, pero no fue menos científica, y sus resultados no fueron menos reales. Obtenidos diez mil años antes que los otros, siguen siendo el sustrato de nuestra civilización.

Por lo demás, subsiste entre nosotros una forma de actividad que, en el plano técnico, nos permite muy bien concebir lo que pudo ser, en el plano de la especulación, una ciencia a la que preferimos llamar “primera” más que primitiva: es la que comúnmente se designa con el término de bricolage.* En su sentido antiguo, el verbo bricoler se aplica al juego de pelota y de billar, a la caza y a la equitación, pero siempre para evocar un movimiento incidente: el de la pelota que rebota, el del perro que divaga, el del caballo que se aparta de la línea recta para evitar un obstáculo. Y, en nuestros días, el bricoleur es el que trabaja con sus manos, utilizando medios desviados por comparación con los del hombre de arte. Ahora bien, lo propio del pensamiento mítico es expresarse con ayuda de un repertorio cuya composición es heteróclita y que, aunque amplio, no obstante es limitado; sin embargo, es preciso que se valga de él, cualquiera que sea la tarea que se asigne, porque no tiene ningún otro del que echar mano. De tal manera se nos muestra como una suerte de bricolage intelectual, lo que explica las relaciones que se observan entre los dos.

Como el bricolage en el plano técnico, la reflexión mítica puede alcanzar, en el plano intelectual, resultados brillantes e imprevistos. Recíprocamente, a menudo se ha observado el carácter mitopoético del bricolage: ya sea en el plano del arte, llamado “bruto” o “ingenuo”; en la arquitectura fantástica de la quinta del cartero Cheval, en las decoraciones de Georges Méliès; o aun en la inmortalizada por las Grandes ilusiones de Dickens, pero inspiradas sin duda primero por la observación del “castillo” suburbano del señor Wemmick, con su puente levadizo en miniatura, su cañón que saludaba a las nueve, y su huertecillo de verduras y pepinos gracias al cual los ocupantes podrían sostener un sitio, de ser necesario…

Vale la pena ahondar en la comparación, porque nos permite acceder mejor a las relaciones reales entre los dos tipos de conocimiento científico que hemos distinguido. El bricoleur es capaz de ejecutar un gran número de tareas diversificadas; pero, a diferencia del ingeniero, no subordina ninguna de ellas a la obtención de materias primas y de instrumentos concebidos y obtenidos a la medida de su proyecto: su universo instrumental está cerrado y la regla de su juego es siempre la de arreglárselas con “lo que uno tenga”, es decir un conjunto, a cada instante finito, de instrumentos y de materiales, heteróclitos además, porque la composición del conjunto no está en relación con el proyecto del momento, ni, por lo demás, con ningún proyecto particular, sino que es el resultado contingente de todas las ocasiones que se la han ofrecido de renovar o de enriquecer sus existencias, o de conservarlas con los residuos de construcciones y de destrucciones anteriores.

*Los términos bricoler, bricolage y bricoleur, en la acepción que les da el autor, no tienen traducción al castellano. El bricoleur es el que obra sin plan previo y con medios y procedimientos apartados de los usos tecnológicos normales. No opera con materias primas, sino ya elaboradas, con fragmentos de obras, con sobras y trozos, como el autor explica. La lectura del texto aclarará suficientemente el sentido de estos términos. [T.]

Claude Lévi-Strauss, Fragmento de “La ciencia de lo concreto”, en: Claude Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, Fondo de cultura económica. Santafé de Bogotá, 1997. Traducción de Francisco González Aramburo.

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